viernes, 12 de agosto de 2011

VIDA





Una vez me dijo un amigo médico, que conociendo el archipiélago de amenazas que rodea a nuestro organismo, lo milagroso es que el ser humano se mantenga en pie, sobreviva a un día de campo, a una noche urbanita con ron y tabaco, a un menú en alguna venta de carretera de las que orillan las áreas de servicio de , digamos, la ruta de la plata. Se me quedó bailando por la cabeza, esa imagen del ser humano sometido a todos los peligros biológicos y a toda la porquería letal que habita los vientos y fluctúa por el espacio. Lo que le costará a nuestro íntimo universo de seres vivos mantenerse así, vivos. Y eso sin contar con que la célebre maceta homicida no te caiga en la cabeza una mañana.

Es verdad que no te puedes fiar de la vida, que cuando piensas que por fin tienes encarrilados los sentimientos aparece un intruso que cada noche organiza una fiesta con orquesta en el piso de arriba y como en una guija, se presenta el ánima de todas las neurosis que ha ido uno domando con los años. O un juez se levanta con el día malo y dice que no tiene ganas de echarle la firma a tu petición de reducción de condena. O una vieja amiga llega al dispensario con un ojo morado porque al maromo se le ha vuelto a ir la mano, porque está desconocido cuando bebe, pero es un santo varón cuando va sobrio.


Tú sales al mundo de buena mañana, echando una miradita de reojo a las macetas y a la ley de la gravedad, al cálculo de probabilidades y a toda la pesca filosófica y te dices que, como en la copla, hoy puede ser un gran día. Pero los heraldos negros acechan con sus cartas certificadas, con sus políticos navajeros del capital y macarras de las administraciones públicas. Y una obscena catarata de lenguaje contencioso administrativo te exhorta, te obliga, te multa y te zamarrea otra vez, para que sepas cómo las gasta el sistema, para que sepas que la guerra está aquí y que tú no eres más, en la novela de la historia, que un daño colateral, un chancro del argumento, un número de expediente.

Y ya no te fías de nadie, ni del azar ni del destino. Vivir es maravilloso, lo constatan los crepúsculos mágicos y los buenos amigos, el amor y el sexo, la emoción que todavía nos embarga cuando contemplamos la belleza del arte, de la música, de la literatura. Pero vivir también es difícil y no hay que fiarse.

No puedes dejarle la pasta a un jugador compulsivo que, además, va a cruzarse con veinte timbas y diez casinos antes de llegar hasta ti. No vas a exigir fidelidad a una ninfómana de vacaciones en la República Dominicana, rodeada de morenazos atléticos, ni vas a requerirle sinceridad a un político a punto de firmar un cargo que lo va a pasear por las alfombras rojas de la democracia durante casi un lustro.
No le vas a pedir a un cantaor de flamenco endiosado por los olés de la afición que afine una mijita, ni vas a pretender que un pintor modernísimo y genialoide plasme alguna vez sobre el lienzo algo que no parezca un catálogo de Titanlux. No puedes contratar de monitor de natación para tus niños a un pederasta y ahora iba a decir que no puedes confiar la educación de tus vástagos pre-adolescentes a un cura, pero mejor me callo.

Tampoco te puedes fiar de un yonki, uno de esos que deambulan por la ciudad como zombis del arroyo, no te puedes fiar porque han renunciado a sí mismos y su adicción es una amenaza para sus familias y para los pocos y voluntariosos amigos que en su descenso a los infiernos les hayan ido quedando. Vivir es difícil pero vivir a lomos de ese caballito de cartón tan poco Machadiano es una vida de mierda.

Todos estos especímenes del exceso, la adicción o el puro vicio son expertos en coartadas y en misterios, los yonkis, como los leprosos del medievo, exhiben la miseria de sus días para acongojarnos con la lástima, la náusea e incluso el desprecio. Pero al contrario del leproso y otros enfermos vergonzantes, el yonki posee una voracidad sin límites y tras arruinar a su madre y a su padre, sacan la pancarta humana de su degradación y van por el mundo culpando a los demás de sus pecados.
Con el chantaje moral de la droga evitaron estudios, trabajo, esfuerzo y compromiso social. Decidieron meterse cualquier porquería con tal de escaparse como brujos en la escoba mágica de la ebriedad que vuela y vuela...

Se arrepienten de sus actos, claro, como el ludópata que tras gastarse el jornal en la puñetera tragaperras maldice al cielo y a los cantos de sirena que lo subyugaron. Como el alcohólico que prefiere pasar sus temblores más íntimos en el water de la taberna para que nadie sepa del vino triste que lo manipula. Como el cura que una vez manoseado el tierno infante se flagela en la frialdad de su celda y se retuerce la picha flácida y pecadora que lo arrastra a las tinieblas luciferinas.

Cuenta Antonio Escohotado que la heroína fue lanzada por la casa Bayer al mismo tiempo que la aspirina, su otro gran descubrimiento, y que se recomendaba hasta para calmar los nervios y la tos de los niños pequeños. Además, mientras fue legal, es decir socialmente aceptada, sus consumidores habituales eran personas mayores. Pero un aciago día nos convencieron a todos de que ese efluvio del infierno era capaz de hipnotizar a nuestros hijos con sus malas artes y que nuestros hijos, siempre inocentes de sus actos, podían caer rendidos a los encantos de esta maldad y ser secuestrados para siempre por los laberintos de la dependencia. Podríamos desmontar también esta mitificación de la abstinencia citando otra vez al señor Escohotado:

La heroína, que sienta casi siempre muy mal las primeras veces, no empieza a adiccionar antes de pasar dos semanas usando un cuarto de gramo diario (si lo duda usted, pregunte a un médico competente). E incluso entonces, la reacción de abstinencia no resulta más incómoda que una suave gripe durante un par de días. Para adiccionarse realmente se necesitan al menos dos o tres meses de uso cotidiano.”

Así que parece bastante razonable pensar que en algún momento de la edad, el yonki tomó la decisión de ser lo que es, que incluso perseveró en el esfuerzo tomando cada vez más dosis y de manera más compulsiva. Podremos maliciar incluso que hasta le costó su trabajo terminar de esa manera, que ese suicidio a plazos al que se quiso abocar tan jovencito estaba decidido y que, una vez metido en faena, ya le daba igual el daño y los daños colaterales que su tontería pudieran ocasionar.

El yonki sufre su abstinencia en los portales de la madrugada y recorre con avaricia de adicto la ciudad de un sitio a otro para mendigar los euros que le proporcionarán la siguiente dosis. Lo que tome este enfermo será una nomenclatura asquerosa compuesta la mayor parte de las veces por maicena y matarratas con algunos miligramos de heroína, pero el poderosísimo efecto placebo de la marginalidad, la clandestinidad, la adicción, el lumpen y la persecución de la comunidad, convencerá al infeliz de que está consumiendo una droga maravillosa que calma sus dolores y le evita ese esfuerzo ímprobo de pensar y de vivir, que es una lucha el río de la vida, como hemos dicho y que además nos lleva a todos al mismo mar que, ya se sabe, es el morir .

Alrededor suyo, crece un imperio de maleantes con corbata que ponen y quitan gobiernos, que asolan poblaciones enteras, que ya puestos a traficar lo hacen con ideas, con influencias y con personas. Maleantes y asesinos que invierten en la industria de armamento, que les roban el agua a los pueblos. Que condenan al hambre y al terror a regiones enteras de Asia, Latinoamérica y África.

Hace unos días se nos acercó una muchacha, apenas diecinueve años, guapa, todavía con formas de niña que se va haciendo mujer. Vimos en ella toda la ruina y la angustia de ese mundo de las drogas. Venía la chiquilla de el País Vasco y andaba por aquí destruyéndose o empezando a destruirse, nos pedía dinero, se le dieron algunas monedas y al rato volvía a por más, sin saber seguramente si nosotros, los de hace un rato, seguíamos siendo los mismos. ¿Qué haces por aquí, chiquilla? Le preguntó mi amigo y la muchacha contestó, con cierta ingenuidad y dulzura, que se había venido del norte al cálido sur, para cambiar de vida. ¿Para esta vida? Le rebatió mi amigo y entonces ella puso una cara como de acordarse de otros días, de otras gentes, probablemente hasta de unos padres desolados. Fueron unos instantes solamente, pero todos sentimos que podía haber esperanza, que la vida como se viene constatando en esta larga perorata es dura pero también es conmovedora y hermosa. La chica enseguida, como al tipo duro que se le ablanda el corazón y aparta esa debilidad con vehemencia, cambió el semblante y hasta el tono y nos espetó que si teníamos o no teníamos dinero. Cuando se iba, y esto va en edades, todos los que andábamos por allí vimos a nuestra hermana, nuestra novia, nuestra hija o nuestra amiga, desapareciendo por los vertederos más trágicos e inmundos de la noche.

1 comentario:

Silvia Delgado dijo...

lo cierto es que esta sociedad peoduce adicciones, todas ellas catapultan a lugares tenebrosos, a finales de soledad y dolor y abandono. y todas ellas curiosamente narcotizan las conciencias. Escalofriante tu relato, gracias.