sábado, 17 de marzo de 2012

EL BESO


Era una noche de agosto, tumbados boca arriba y con los brazos cruzados bajo la cabeza mirábamos las estrellas. Los dos con poca ropa, en algún gozoso momento sin ninguna, o con las prendas haciendo malabares en el hombro, en la cabeza, o pendiendo la parte baja del biquini de un tobillo, como una bandera triunfante y levemente lasciva. Y tras retozar un rato descubriéndonos, volvíamos a tumbarnos bajo el cielo, dedicándole a las constelaciones la faena.

Unos días antes, mientras me dedicaba a hablarle con esa verborrea incontinente que tenía uno cuando era jovencito, me callé de pronto. La miré a los ojos durante unos segundos y cogí su mano. Se produjo entonces un fenómeno paranormal, el único al que he asistido en mi vida, una especie de corriente eléctrica sacudió mi corazón y sentí que el mundo se paraba. Sólo yo podía moverme, como en un sueño, y el único movimiento que se me ocurrió fue acariciarle el pelo y besarla. Sí, ese fue el primer movimiento de nuestra particular sinfonía.

Había un músico en aquel bar. Dirán los cachondos y los golfos; ¡claro, cómo iba a faltar el músico! Y seguramente tendrán muchísima razón pero, en este caso, se han pasado de listos, de graciosos y de golfos, porque es verdad que había un músico, un saxofonista tocando jazz y derivados, metido en un kiosco con forma de jaula que hermoseaba el ya de por sí hermoso jardín de “La Quesería” que es como se llamaba el garito.

Puedo afirmar ante notario y si la gente tuviese memoria, que no la tiene, podría llevar testigos que aquella noche insólita estuvieron presentes, puedo afirmar, decía, que justo en el momento en que acerqué mi boca a la suya, el músico que andaba medio turulato trasteando con su saxo alguna pieza de bee bop recompuso su instrumento y nos interpretó una melodía de Santana, la canción Europa, que es la que todos los chiquillos de mi época querían aprender a tocar en cuanto cogían una guitarra. Pues con esa banda sonora tan bonita, como si hubiera llegado por fin el día de la justicia poética, nos dimos nuestro primer beso.

Si lo etéreo pudiera guardarse en una cajita, tendría yo guardado ese apasionado ósculo en ella y sería lo primero que uno salvaría de los naufragios, de los terremotos de la vida y de las pendencias de la historia. No es posible guardar un beso más que en la memoria, ni siquiera en los labios, su espacio natural, puede un beso mantenerse mucho tiempo. Llegan otros y lo borran, incluso vienen otros labios a campear por sus respetos. Pero contra toda lógica, voy a irme a un chino a comprar la caja más bonita que vea, que no me salga muy cara porque, como con los regalos, lo que cuenta es la intención. 

Trataré también de que no sea muy cursi la caja, porque en el amor cortés se vuelven muy difusos los territorios que vagan entre la sensibilidad y la sensiblería. Voy a mirar dentro de la caja, que no haya nada que estropeé el invento, y después de estar un rato con los ojos cerrados, como los brujos, voy a convocar estos recuerdos y los voy a guardar en esa caja. No sea que pierda la memoria algún día y frente a la impiedad del mundo que como dice el tango es sordo y es mudo, se me olvide lo importante.


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