jueves, 29 de marzo de 2012

MÚSICA DE BAILE


Algunos viven esa decadencia de forma despreocupada e incluso jubilosa. A todos les han pasado ya muchas cosas malas y seguro que algunas buenas. Todos cargan sobre las espaldas con su trayectoria, con sus fracasos y con sus triunfos que fueron sedimentándose o arrastrándose por el río de la vida.

El último tramo de la existencia- ellos lo saben- es un regalo, una especie de prórroga biológica que durará lo que quiera dios que dure. Y por eso festejan, y por eso se apuntan para recibir clases de bailes de salón, y por eso viajan aborregados a las órdenes de bellas azafatas que son, ora maternales, ora severísimas… y a ellos y a ellas les gusta sentirse así, conducidos como niños, abroncados si se portan mal, si no se toman la pastilla de la tensión a su hora o se ponen piripis tras hincarse dos o tres copas de manzanilla en una primaveral terraza de pueblo.

Ellos y ellas, maduros, cincuentones, sexagenarios de gimnasio, calvorotas que en una fantasía capilar engominan los cuatro chupa cardos que aún les asoman por el flequillo, enfajadas cincuentonas que tras una gloriosa menopausia de ardores e insomnios han teñido su cana cabellera de colores extravagantes; rojo pasión, rubio platino, y liberadas por fin de las pendencias del matrimonio, felizmente divorciadas, como definen muchas de ellas su estado civil, acuden llenas de esperanza y con la inquebrantable voluntad de echar un buen rato y - en algunos casos- un buen polvo, al salón de baile o discoteca sénior .

Allí se moverán, algunos y algunas, penosamente, como elefantes enfermos camino del cadalso, pero otros con sorprendente prestancia, con una gracia natural que no han perdido pese a las artrosis y a los marcapasos. Allí se mirarán los unos a las otras y viceversa , con esa concupiscencia que parecía perdida para siempre antes de enviudar, separarse o abismarse a la infidelidad, o a los intercambios de pareja en los que matrimonios bien avenidos pero aburridos ya de sus costumbres inguinales, optan por meter a un tercero en sus camas, porque después de treinta años de ayuntamiento carnal exclusivo entre ellos, la posesión y los celos se han convertido en una patraña que han sustituido por la lujuria que aún mantengan y por el vigor que les quede.

Esta uno más cerca, dolorosamente más cerca, de esta fauna bailonga metidita en años, que de los cardiacos ritmos y costumbres de la juventud. Seguramente la juventud dio su último salto hace ya un par de lustros, cuando en el concierto de rock nos sentimos fugazmente ridículos, levantando el puño y chillando consignas como los fascistas, abrumados por la estupidez temible de la grey. Con cuarenta y tres años, va uno creyéndose que entiende algo del mundo, mientras los veinteañeros nos hablan de usted y los sexagenarios nos dicen muchacho o chaval.

Así andamos, metidos hasta las trancas en la crisis de esta cuarta década de existir, considerando anteayer lo que pasó hace veinte años porque es nuestro pasado ya, la vida completa de algunos de nuestros congéneres.

Te conozco desde hace veinte años, o nos emborrachamos hace veinte años, o nos besamos hace veinte años e, incluso, nos enfadamos hace veinte años, te dice alguien y está a tu lado una persona que lleva en el mundo ese tiempo, veinte años.

En los carteles de los garitos donde vamos a cantar, se nos anuncia como los veteranos y muchachos que empiezan a tocar sus guitarras se fijan en nuestros gestos y en nuestras manías roncanroleras porque empezamos a ser los papás que guitarrean todos los fines de semana por salarios de hambre y por las copas gratis.

Por todo eso, pensábamos, que en aquella sala donde la media de edad rondaría los setenta años, un repertorio de pasodobles, milongas, tangos y chachachás iba a cubrirnos de gloria. Medios tiempos que estimularan el baile de los mayores, de forma que pudieran agarrarse las cinturas y moverse por la pista con los pasos aprendidos en la academia.

Qué equivocados estábamos; cuando amagábamos el “Camarera de mi amor” , la concurrencia bailaba, sí, por respeto, pero se les veía en los ojos que ansiaban mucha más caña, mucha más marcha como se dice en estos ambientes. Frente a nuestra “Falsa monea” adaptada al pasodoble más cañí, un octogenario bullanguero movía los brazos como implorando que interpretáramos ya, de una vez, un estribillo que dice algo de la mayonesa y con el que se hace una danza a medio camino entre lo tribal y lo obsceno.

Las luces de una discoteca siempre le han parecido a uno la cosa más ridícula del mundo, esos fulgores espasmódicos, esa bolitas de luz cayendo sobre la pista, como grageas pretenciosas, esos neones y ese azul y rojo espacial para que las personas piensen que están más borrachas de lo que están, para que piensen que están ya alucinando. Pues allí caía toda la artillería luminotécnica sobre la pista y sobre la orquesta en la que un servidor tocaba la guitarra, cada vez más convencido de que los malos tragos, cuanto antes se pasen, mejor.

El personal de la discoteca, sala o lo que sea que fuera aquello, se afanaba porque la clientela, ya digo; mayormente anciana, no dejase un momento de mover sus sufridas osamentas. Supongo que para que sudaran mucho y entre la confusión de las luces, la faena sexual que cada uno llevaba en la cabeza y los ardores de la edad, no parasen de pedir combinados de ron o güisqui con coca cola, a cinco o seis euros el vaso y así hacer una buena caja, un buen botín, vamos.

Alguno de los trabajadores del local, se acercaba al batería de la orquesta y le decía: más caña, más caña, como seguro que dice Pedro Botero a los que avivan las calderas del infierno mientras las llamas abrasan impíamente a los pecadores.

A mí no se acercaba nadie, se ve que con la melancolía que tenía en la mirada pese a estar cantando una tontería tras otra, les daba cosa zaherirme todavía más. Por fin, algún responsable de aquel desastre, ordenó que hiciéramos un descanso. Yo pensé; Hombre, menos mal que hay un ser humano decente por aquí que no se deja guiar sólo y exclusivamente por el provecho económico y va a tener piedad del venerable público y de la sufrida orquesta.

Cuando estábamos tocando, podían poblar la pista unas veinte personas, no sé, quizá treinta, más seguro que no. En el momento en que apagamos el equipo y el pincha discos de la empresa hizo tronar por los altavoces una copla de El Barrio, o de Ricki Martín, o de cualquiera de esos, aparecieron como en una pesadilla decenas de hombres y mujeres que no sabe uno dónde andarían metidos, quizá en secretos reservados metiéndose mano, o en criptas todavía más secretas como en la película “Abierto hasta el amanecer”.

La cosa es que la pista se llenó de inmediato y el octogenario bullanguero pudo por fin mover sus brazos y su culo ( ¿o debiera escribir su “cucu”? ) como si batiera una fuente enorme de mayonesa. La del cardado exuberante y el escote revoltoso porque las tetas se le iban de un hemisferio a otro a cada movimiento de cadera, sonreía extasiada en el centro de la pista. La pareja que, por solidaridad, bailó cada uno de nuestros cantes de salón, se desmadraba subiéndose ella la falda hasta donde la decencia permite y rondándola él como un jinete o un rejoneador, torero y macho pese a sus ciento dos años cumplidos que es la edad que más o menos, le echamos.

Salimos de allí como el que escapa tras cometer un crimen, desmontamos el equipo de sonido y cargamos con las guitarras con una rapidez y eficacia tremendas, esperamos un rato a que el encargado soltara el dinero, porque siempre tardan un rato estos señores, eso es así. Repartimos en dinero en la calle y nos pusimos en marcha de vuelta al pueblo.

Una vez abandonado el territorio enemigo, el ejército vencido que éramos los músicos de la orquesta, dedicó un buen rato a hacer la crónica, la tertulia de la pachanga, ya entre copas y sustancias. Entonces el bajista, con una crueldad que yo considero innecesaria, disparó un afilado comentario, vino a decir que viéndonos a nosotros mismos, tan ufanos pero tan metidos ya casi todos en los cuarenta, estábamos a un paso de buscar la diversión y la fiesta en esos ambientes de los que tanto estábamos relatando y tanta burla hacíamos.

Fue entonces cuando cité una frase leída por ahí:

“Ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos de conversación”.



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