sábado, 6 de agosto de 2011

PARAÍSOS






Anduve jugando hasta bien cumplidos los trece años con aquellos muñecos que en casa, a saber por qué misterioso motivo, llamábamos “jinetes” . Se trataba de unas bolsas que costaban dos pesetas y estaban llenas de figuritas modeladas en el plástico con sombreros vaqueros, crestas de plumas y caballos amarillos, verdes y celestes, como los de Chagall.

Los muñecos nacidos vaqueros eran bastante guapos aunque algo patibularios en sus gestos y en sus poses. Había uno que venía con un pequeño taburete en una mano, en posición de estampárselo a alguien en la cabeza, y un cólt 45 en la otra, en posición de disparo. Con sólo esa pequeña esculturita de molde teníamos ya el principio de una novela (del Oeste) porque estaba bastante claro que ese tal Johnny era el forastero mítico que teniendo un pasado de muescas fúnebres en su pistola, tenía la ocurrencia, la humorada si se quiere, de meterse en el Saloon,- así; con doble o- y pedir con gran firmeza un vaso de leche, en medio de una concurrencia de forajidos pésimamente afeitados que jugaban a las cartas y tocaban las nalgas de las bailarinas salidas de un cartel de Toulouse Lautrec. Estaba claro que el forastero iba a liarla en el garito y que su gatillo pendenciero acabaría en un momento con la vida de diez o doce parroquianos alcoholizados. Después, ya con los cuerpos regados por el suelo y el enterrador tomando medidas con su metro de carpintero, el forastero se terminaba tan pancho su vaso de leche, de espaldas al desastre ocasionado y con la mirada perdida en las vitrinas agujereadas por las balas que tapizaban la pared frente a la barra.

Los muñecos moldeados para ser pieles rojas eran generalmente más feos que los vaqueros, pero a su favor tenían que estaban cuadrados. Llevaban sólo un taparrabos y si les dabas la vuelta tenían un culo bien formado, como los cantantes bailongos de música latina, y sus poses eternas poseían cierta épica libertaria. Había uno calvo pero con cresta, que asistía a nuestros juegos con los brazos en jarras, mirando desafiante y lleno de orgullo racial el panorama. Era difícil jugar con él, con este indio, porque con los brazos en jarras pocas puñaladas, hachazos o tortas podía dar, así que yo solía utilizarlo como sabio competente para dirimir las disputas que cada tarde, a la hora de la merienda montaba en la cocina de la casa, mientras mi madre se quejaba de los efectos especiales de la batalla que yo hacía con la boca y sus posibilidades onomatopéyicas.

Mi hermano, a mi lado, y con muñecos más estropeados porque yo era el mayor y entonces había ciertos privilegios dinásticos a la hora de heredar juguetes, hacía bandas sonoras con la boca y puedo afirmar que tras más de treinta años de estos momentos, todavía recuerdo alguna de las músicas que compusiera mi hermano para amenizar sus juegos y de paso los míos. Por cierto, una de aquellas músicas que mi hermano musitaba mientras el campamento apache era arrasado por una veintena de sádicos vaqueros, era bastante parecida a la sinfonía número 40 de Mozart. Puedo asegurar que en casa a Mozart se le oía poco o nada. Mi viejo ponía en el cassete Sanyo comprado en algún viaje a Ceuta en una tienda regentada por un hindú, exclusivamente al Turronero, a Lole y Manuel y algunas veces, porque le gustaba a mi madre, la canción “la Loba” interpretada más que cantada por la gran Marifé de Triana.

Dejamos el juego de pronto, no nos dimos cuenta y empezaron a desaparecer las bolsas de muñecos, se perdieron para siempre los bolindres de colores, aquella belleza de cristal tratado que me fascinaba y con la que me podía pasar el rato; mirándolos los bolindres, preguntándome qué alquimia se había usado para meter dentro del cristal aquellas tonalidades verdes, naranjas, como plumas de pájaros exóticos. Los castillos , con su fantasma, su bruja, su princesa y su príncipe se evaporaron como por arte de magia, el Cine Exín y las películas del pato Donald se diría que viendo marcharse para siempre nuestra infancia por los abismos de la pubertad, decidieron exilarse al territorio de los sueños, de otros sueños, como avergonzados todos los juguetes de sí mismos.

Las tramas de nuestras novelas del Oeste eran cada vez más complicadas y cada vez aparecía más la chica o la “muchachita” que a falta de mujeres en las bolsas de vaqueros e indios, suplantábamos por un piel roja delgado y con melena al que poníamos el nombre de “Sara” “May” o “Susan” . A veces, en alguna de las escenas de nuestras interminables pendencias, el “muchachito” abrazaba a Susan, que no se olvide no era más que un indio afeminado, y la cosa se iba poniendo lúbrica.

Acaso el día que tuvimos nuestra primera erección frotando un muñeco contra la pelvis del otro, nos saludara con su manita homicida el paso del tiempo. O cuando desnudábamos las muñecas rubias de nuestras vecinitas buscando bajo las bragas del juguete, el origen de nuestro desasosiego. O cuando en la playa nos bañábamos por fin con las niñas, con las que nunca quisimos bañarnos porque eran cobardicas, miedosas y acababan siempre llorando por alguna tontería, y de pronto nos pareció interesante aquel baño porque rozábamos cuerpos, muslos, anatomías que como la nuestra estaban encorajinadas, primaverales, expuestas a todos los misterios de la vida y a las perplejidades del descubrimiento del sexo.

Qué gran cuento, qué gran poema el del paraíso terrenal, en el que la infancia del hombre se ve abruptamente interrumpida por la visión de los cuerpos desnudos. Y a partir de ahí ya se sabe; ángeles flamígeros como policías antidisturbios de la felicidad, contratos basura y trabajos terribles para el sudor de nuestra frente, partos con dolor y sometimiento al macho y al patriarcado, vergüenza del propio cuerpo, perversiones de la sexualidad. Ojalá el buen dios no nos hubiera estado mirando el día maravilloso que metimos mano por vez primera, pero ese voyeur incorregible se dio a sí mismo el don de la ubicuidad y supo que sus criaturas se habían tomado en serio la fanfarrona proclama del libre albedrío.  

Tomaron los primeros padres, cubiertos ya por la infame hoja de parra, la emocionante decisión de ser libres y de amarse. Y el gusano del rencor fue mordiendo lentamente la manzana, que quedó a medio comer, tirada bajo el árbol del bien y del mal. Como nosotros, salieron Eva y Adán a la vida. Y dejaron solo a dios, lo dejaron en pañales y en minúsculas. 

 


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Como siempre magistral, primo. Un abrazo, Siroco.

Anónimo dijo...

Me ha encantao, como casi siempre

Carmen

Mari dijo...

Yo tambien he jugado con los vaqueros y los indios, pero por alguna misteriosa razón los mios eran todos verdes, siempre.
Menos mal que nunca me he tomado tan en serio la religión como para no disfrutar de mi cuerpo y del cuerpo de los demás... Ahora ya con 29 añazos directamente me he vuelto atea o agnostica que nunca he entendido bien la diferencia.
Saludos, me ha gustado mucho!!