sábado, 28 de enero de 2012

EL GUATEQUE


A las fiestas hay que ir con ilusión y entregados. Es la fiesta una representación de la zona rosa de la vida, de la parte buena del mundo y hay que llegar a ella con una disposición magnífica a la rumba y no andarse con remilgos de letraherido .
Lo que resulta un poco triste es ir a esos guateques a las que no debimos ser invitados, esos en los que conocemos a poca gente y a los que la compañera de uno declina asistir porque sabe mucho y sabe cómo son, cómo empiezan y sobre todo, cómo terminan. Entonces, vamos en plan solteros pero enseguida comprendemos que ya apenas sabemos movernos solos por los meandros de la noche y la pasamos, la noche, preguntándonos todo el tiempo qué coño hacemos ahí, si nuestros vicios son de andar por casa; fumar, beber vino barato, leer muchos libros, escuchar música, ver películas en blanco y negro...Si, además, nuestras armas de seducción fueron desarmadas hace décadas y lo de bailar nos ha dicho el médico que, en atención a la armonía del universo, debemos dejarlo definitivamente.

Está prohibido acodarse en los rincones más oscuros de la barra y endilgarse un güisqui detrás de otro, o tirarse de cabeza sobre la bandeja de canapés por mucha hambre que arrastremos, y sin embargo así terminamos e intimamos del tirón con los camareros porque sabemos, y saben ellos, que estamos en el lado opuesto de la barra de chiripa, porque así como a los anfitriones de la fiesta sólo los hemos visto alguna vez por la tele o en la prensa y nos han invitado porque existe eso del efecto mariposa y a veces les gusta a las celebridades meter a un pringado en su casa, con el camarero hemos coincidido mucho por la vida; en las colas para sellar el carné de paro, en las tabernas baratas de cerveza y tapa a un euro... acaso nos hayamos criado juntos en las barriadas feas de las ciudades, acaso ambos nos libráramos, también de chiripa, de caer en la heroína y de andar mendigando por ahí para un chute, con las bocas secas y comiéndonos un pastelito de nata por los caminos, como comíamos por las calles cuando éramos chicos.

El camarero, el portero, y hasta el guardia de seguridad; he ahí nuestra casta, nuestra clase. Miran y malician, sorprendidos de que andemos zascandileando entre los insignes, los popes y las diversas concejalías concertadas alrededor de los ricos. Uno se encoge de hombros y arquea un poco las cejas, como diciéndoles que tampoco uno se explica cómo ha terminado siendo un invitado más. De todas formas, el guardia de seguridad no nos quita la vista de encima y algún que otro camarero nos hurta cada vez que puede en su paseo con las bandejas, la posibilidad de coger al vuelo otra croqueta. El hombre acecha al hombre y el pobre, ay señor, acecha al pobre.

Mientras, los fiesteros más jóvenes que llevan en su pecho todos un cocodrilo verde, lanzan al aire globos de colores y aullan como licántropos poseídos, que a veces es verdad que andan los fiesteros poseídos por las substancias y hasta que sangran por la nariz como si en segundos fueran a transformarse en el Conde Drácula o, mejor, en el Hombre Lobo. Y se les ponen los ojos ensangrentados y brillantes implorando un poco de colirio que alivie el escozor, pero como imploran así, hablando raro, como si tuvieran la boca llena y con una exasperante lentitud, no se les entiende nada y nadie les alivia, al contrario; les ponen más copas con bebidas atómicas y les enfocan, como en las comisarías, con blancos haces de luz para terminar de abismarles la mirada. Y en vez de ligar con las muchachas, que era a lo que habían venido a la fiesta, se abrazan entre ellos amistosamente y se dicen, olvidando sus maldades, entre abrazos efusivos y palmadas en las espaldas, que son unas personas estupendas y buenísimos amigos. “Tú eres de puuuuta madre, tío” Estas personas se llaman Jose, sin tilde, Mariló, que es dolores pero sin dolor y a veces, como haciendo una parodia de sí mismos; Pelayo o Cuqui...

Los más chulos del baile desaparecen ordenadamente y se meten en el váter de dos en dos, como las muchachas, para escenificar en la intimidad sus atavismos de drogadictos respetables, con la tarjeta de crédito polvorienta y el canutillo morfinómano clavándose en los agujeros de la nariz.

Cuando estamos haciendo cábalas sobre cuánto cuesta todo esto y aplicamos los costes del sarao a nuestra economía para concluir que con la pasta invertida en el jolgorio podría vivir uno seis meses, llega un momento en el que esas ansias de cha cha chá van decayendo y los licántropos se transforman en lobitos buenos, las chicas dejan de ser guerreras y empiezan a alisarse las minifaldas como queriendo rehacer la compostura, porque pronto llegará la realidad del día y cada mochuelo tendrá que apechugar con las tribulaciones de su olivo. Son momentos en los que campea el aburrimiento por el local, el chalé en las afueras o la bonita finca campestre, y va señalando con su lenguaje de bostezos el sopor de los presentes.

Unos , los de edad provecta, se dan a la bebida compulsiva y cada vez más solitaria y amarga, glosan las excelencias del capital y dicen que en Cuba la gente no tiene derechos y que ellos llevan toda la vida luchando por la libertad y por la social democracia, antes contra el general Franco y ahora contra el Comandante Castro, por muy lejos que quede Cuba, porque también andaban ellos lejos cuando la gente sufría las vilezas del dictador fascista, pero están acostumbrados a revolucionarse así, a distancia, como por fax. Y otros, los más jóvenes, amagan todavía penosos bailes en el centro de la pista y la mayoría mira de soslayo el reloj para ver cuánto tiempo queda hasta que amanezca y poder así declarar otra noche consumida y depositar en el cubo de la basura; el gorro de payaso, el matasuegras patético y la sonrisa estupefacta.

No he sido nunca un buen fiestero, la verdad. Mi destino, cuando joven, era hacer de pinchadiscos que es el destino más triste para un joven enamoradizo, henchido de poesía púber y vagamente pajillero.
Yo me iba un poco antes de las fiestas, normalmente cuando la muchacha pretendida bailaba con el guapo un baile de esos, que llamábamos agarrado, y se le ponía a uno el corazón llorón de las canciones de amor. Me iba solo, con las manos en los bolsillos y cabreado con mi perra suerte y con los restos de serpentina que como una caspa sarcástica me caían por los hombros. Al día siguiente, los que se habían quedado estoicamente soportando sonidos de tambores sincopados y afrentas sentimentales de las chicas, le contaban a uno que, justamente después de que uno hubiera sido derrotado por los tristes acontecimientos, el cotarro se animó sobremanera, la charla entre amigos fluyó y fue maravillosa, las risas contagiaron el ambiente y la muchacha pretendida preguntó por uno varias veces. Y el caso es que todo eso me lo creía, como creí que podía asistir, con mi edad, mi genealogía y mis circunstancias, a una fiesta de celebridades literarias, políticas y musicales, sin salir de allí con pensamientos que iban desde el Kalashnikov, al sabotaje, pasando por una gran fatiga, muy parecida al asco. 


1 comentario:

Anónimo dijo...

Emotivo, reminiscente, realista, genial