domingo, 16 de septiembre de 2012

FOTOS Y MISTERIOS


De esta época habrá una crónica gráfica paroxística (toma ya, cuatro esdrújulas en una frase y tres de ellas de un tirón).  La profusión de aparatos para retratarse, la comodidad, la calidad y la inmediatez del resultado, los avances tecnológicos con cámaras cada vez más minúsculas y sofisticadas, nos convierten en una suerte de paparazzis de nosotros mismos.

Las juergas y parrandas con que homenajean los jóvenes la suerte de su edad son todas ellas acompañadas de un reportaje en el que las chicas y los chicos posan para ese álbum global que son las llamadas redes sociales. Vasos con hielo, ron y coca cola saludando a la cámara, posturas extrañísimas de las muchachas,  como de vedettes bajando las escaleras de la revista o del teatro de Manolita Chen, jovenzuelos pelones marcando bíceps o paquete, según, y sublimando a todos los Narcisos que habitan los espejos. Y toda esa exageración de posados y retratos se va almacenando no sé dónde, para que cuando pasen tres o cuatro décadas los de ahora, que ya no serán los mismos, se crean que todo este rato de la vida fue de felicidad y fanfarria.

Nada quedará de esos momentos en los que la angustia de sabernos solos aborrasca el ánimo, nada de esas tardes eternas del invierno sin luz (y sin flashes) embridando la tristeza, el desamor. Nada quedará de la melancolía.

Las fotografías domésticas siempre mienten, ya lo dijo uno por aquí alguna vez, porque se dedican la mayoría de las veces a glosar fiestas y brindis. Pero cuando son tantísimas y acaparan casi todos los momentos de la vida, algunas tienen que captar un ápice de verdad y esas suelen ser las inquietantes, las sospechosas, las que no han sido fruto del fisgonear colectivo, sino del azar. Y el azar es lo que tiene; sostiene sobre sus descuidados hombros el temblor del mundo y de la historia.

Yo también me echo mis retratos digitales, cómo no, y atesoro amigos y cantes.  Cenas y abrazos con guitarras que se han pegado a uno noches enteras ronroneando como el gato ese que estaba triste y ¿azul? Ha sido este por una parte un verano horrible, estremecedor en lo económico, para mí y para casi todos,  preñado de miserias y amenazas. Un verano en el que los tiranos, con sus garras multiformes, nos han ido apretando con sadismo a unos los huevos, a otros el cuello (no sabemos si uterino) a casi todos, en fin, nos ha querido ahogar. Quizá por esas circunstancias hemos dicho que íbamos a montar un tinglado de barbacoas y festivales. Así lo hicimos y nos salió bastante bien porque al ser muchos,  con poco dinero y muchas ganas, ha sido posible saludar al amanecer todavía con una copa en la mano y mirar a la luna que tras algún pitillo aliñado, parecía verdaderamente ir por ahí, por el cosmos, con un polisón de nardos.

El caso, porque hay un caso, es que anduve mirando en mi teléfono las fotografías que había perpetrado a esas noches y a esas personas, casi siempre a traición; con el cigarrillo humeando en la boca, con los ojos irritados por la risa y el humo, con la cara desencajada en medio de un quejio proteico que culminaba un fandango…y entre las imágenes de ese reportaje me encontré con una que me produjo un gran escalofrío.

Se trataba de una fotografía de mí mismo, durmiendo en el sofá.  Boca arriba, con la boca cerrada. Se ven un par de monedas que se habrán salido del bolsillo del pantalón y yazco con una mano tocándome la cara, como haciendo la palma de almohada. El otro brazo cae lacio como el de una marioneta y como lo tengo largo (el brazo) roza el suelo. Las piernas estiradas y cruzándose a la altura de los tobillos, como Jesús en la cruz pero sin clavos. No sienta nada bien verse así, porque, como agravante de la estampa,  la luz que entraba por la terraza amarilleaba mi cara y el cuadro que todo aquello componía era el de un hombre que ha entrado ya en la edad madura, yaciendo muerto, con esa placidez terrorífica que mantiene la faz del cadáver antes de que el fuego, los gusanos o las alimañas consuman la corrupción de la carne.

 No, no me ha gustado nada verme así, nos hemos visto en posturas ridículas cantando en escenarios, nos hemos visto en instantáneas tomadas en la playa con una barriguita que jamás habían delatado tan cruelmente los espejos, nos hemos visto con una melancólica monedilla de calvicie en la nuca, nos hemos visto con muecas y gestos en los que jamás nos hubiésemos reconocido. Pero nunca nos habíamos visto muertos, con la cara que era una fotocopia de la del conde Orgaz en el cuadro aquel tan inquietante del Greco.

Del estupor pasé, como casi siempre ocurre, a la investigación y clamé por la casa por conocer a la responsable de aquella traición tan grande y tan cruel. La hija decía que ella no, que no perdía el tiempo en esas tonterías y que no me lo tomara tan mal. Si hubieses salido favorecido no te habría molestado tanto, apuntilló. Así que subliminalmente el mensaje de mi hija era: Encima de muerto feo. La mujer  ni siquiera prestó un minuto de atención a la angustia que sentía uno. Con una resolución tan femenina como tajante dictaminó: “Borra esa foto, anda”.

Como veía que sin acudir al patetismo ninguna de las dos, madre e hija otra vez conchabadas, iba a hacerme ni puto caso, eché mano de mis armas literarias y clamé:

“¿No os dais cuenta de que si ninguna de las dos habéis perpetrado esto, puede ser la mismísima parca la que ha aprovechado los adelantos de la telefonía móvil para mandarme un mensaje funesto?, ¿no entendéis acaso  que este sofá sobre el que yazco,  parece en esta foto conducido hacia el Hades por el cabrón de Caronte, con sus monedas para cruzar el río y todo? Si se trata de una broma, bien, tengo mucho sentido del humor, pero decidlo ya porque si no lo hacéis cogeré la foto, la llevaré a un técnico de eso que andan por ahí y le pediré, ¿sabéis qué?...Aquí hice una pausa para ver la impresión que estaba causando en la familia. La una se había ido para su cuarto a chatear o como se llame ahora, con su pandilla. Y la otra me escuchaba como quien oye llover y cambiando de canales con el mando a distancia de la televisión. Llamé con autoridad a la hija, que contestó con un “ofú,  cómo está mi primo hoy

Iré-  continúe- como os estaba diciendo, a un técnico buenísimo, que seguro que los hay, y le diré que me diga con exactitud cuándo fue tomada esta foto tan sombría y tan terrible e imaginaros que me dice el informático una fecha futura, imaginaros que me dice que debe hacer un error porque la foto data, no sé, digamos que de noviembre del año 2012…qué, ¿cómo os quedaréis?.

Ahí me miraron las dos. Había conseguido con el efecto Allan Poe su atención. La una dijo que me callase que la estaba asustando. La otra que ahora, sí, ahora había conseguido dos cosas: enfadarla y meterle miedo.

Ninguna confesó, sin embargo, haber echado la foto. ¿Y quién me quita a mí ahora este miedo?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ohú picha con la Parca hemos topao.Calla, calla.