martes, 19 de junio de 2007

ARTE MENOR


Durante algunos años, pocos afortunadamente, llegué a pensar que un escritor era alguien de una inteligencia superior a la media. Que los pintores todo lo miraban con los ojos poseídos por el color y la perspectiva, y que los músicos caminaban por las calles amagando melodías y silbando tonadas, como si el aire mismo trajera un pentagrama invisible que sólo había que saber leer. Esas tonterías las pensaba uno porque se veía a sí mismo muy especial. Ya no, ya ha visto uno cómo se van cumpliendo en su triste existencia cada uno de los presagios que barruntaba el tiempo: la panza que se asoma, las sienes blanqueadas como a los que volvían en los tangos de Gardel, los pitos y las flautas que montan nuestros pulmones adictos tras una noche de juerga.

Pero como a uno le gustaban todos esos misterios de la creación, igualito que a Jehová, maliciaba, que era muy distinto a la plebe, que estaba bien (la plebe) y había que defenderla de los malos y todo eso, pero no disfrutaban del sagrado ascua de la creación y este detalle no es que a ellos les hiciera inferiores, es que a nosotros, los genios, nos hacía sublimes.

Lennon, confesó alguna vez que cuando chico pensaba: “O estoy loco o soy un genio”. Si las circunstancias no se hubieran aliado felizmente para que Lennon compusiera, junto al bueno de Paul, algunas de las más hermosas canciones de la música pop, probablemente Lennon seguiría vivo, sexagenario y tocando la guitarra en algún sucio garito de Hamburgo, medio alemán ya, fracasado y convencido de que ni era un genio, ni estaba loco, ni nada.

Tendría Lennon algunas canciones bien bonitas compuestas, que interpretaría en las fiestas familiares y que serían muy celebradas por los hijos, las nueras, los yernos y los nietos. Y a lo mejor no hubiese compuesto jamás “Imagine” porque la mayor parte de su vida se la habría pasado tocando polkas, o el “Lili Marlene” frente a patuleas de alemanes borrachos y nostálgicos de los fulgores del nacional socialismo, pasodobles de Manolo Escobar en las asociaciones de emigrantes españoles o clásicos de Chuk Berry en casinos para bailongos talluditos.

La humanidad se hubiera quedado sin un ramillete de buenas canciones y Lennon sin sus millones de dólares, sin sus amantes, sin su Yoko Ono, sin fotografías en pelotas y sin su paranoico y asesino admirador fatal.

Se quiere decir que el éxito ese, por el que alguna vez, hace siglos, cuando el porvenir era largo y el futuro una esperanza y no una amenaza, se ha luchado, es una circunstancia tan azarosa y tiene tan poco que ver con el talento como la lotería.

Este artículo, por ejemplo, sin ser bueno, ni malo, sino regular, firmado por algún plumífero de relumbrón tendría ante tus ojos, oh lector, un valor añadido, un IVA.

Eso en las artes, claro, porque en el deporte si un tío es capaz de saltar como un mono, o de pegarle a la pelota con un tino y una fuerza bestiales, o de levantar toneladas de peso sin que se muera, no serán precisas subjetividades como “Esto está muy bonito” o “Esto suena muy bien” o “Este cuadro es una maravilla”. Sencillamente llega uno a la cancha deportiva, se pone sus calzones y su camiseta de forzudo y ¡zas! Levanta, chuta o salta.


Y la gente se queda estupefacta como cuando íbamos al circo y veíamos las cabriolas de un anciano y una madurita de nalgas cabizbajas, sobre un trapecio. Entiéndase que hablo del éxito, de la relevancia social y no de la valía de las obras.

Siguiendo el ejemplo de nuestro venerable Lennon, si éste hubiese, al final, podido componer “Imagine”, la canción seguiría siendo tan bonita y tan ingenua. La diferencia es que casi nadie se hubiese fumado un porro escuchándola, ni ligado a una hippie tan bonita o más que la canción y tan ingenua o más que la canción, cantándosela al oído en una barbacoa ibicenca.

El manuscrito de “El Quijote” si se hubiese perdido, porque Cervantes hubiera sido aún más desgraciado de lo que fue, o porque Lope de Vega lo hubiera escondido, para brillar él más pero sin valor para la destrucción ni el fuego, como decía Cernuda, al final, de ser descubierto, seguiría siendo “El Quijote” . Una obra mayor de la historia de la humanidad.

O las partituras de Mozart, si el pobre Antonio Salieri las hubiera también escondido en un cofre bajo siete llaves, para llevarse él las rosas y el vino de las monarquías melómanas, al final saldrían a la luz y seguirían valiendo tanto como siempre; más que el oro del Perú.

Eso no quita que, aún a riesgo de equivocarnos, ayudaríamos -por omisión al arte- si pudiéramos esconder nosotros los cuadritos de Tapies, los últimos libros de Paco Umbral, las películas de Almodóvar y la música molestísima de esos delincuentes intelectuales llamados “Il Divo” Haríamos, además, un gran bien a la humanidad. Como Lennon con su Imagine y Cervantes con su Quijote.


GALLARDOSKI

3 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bien. Los textos son buenos. Debería gallardoski escribirlos más cortos, sólo eso.

Anónimo dijo...

y tu quien eres saramago?

Anónimo dijo...

ja,ja, sarmago dise, ja,aja